Cuento» Riquete el del Copete, de Charles Perrault (1628 - 1703)
Erase una vez una Reina que dio a luz un hijo tan feo y contrahecho, que durante mucho tiempo se dudó si tenía forma humana. Un hada que estuvo presente en su nacimiento aseguró que no dejaría de ser agradable, pues tendría una gran inteligencia; añadió incluso que podría, en virtud del don que ella acababa de concederle, dar tanta inteligencia como él tuviese a la persona a quien más quisiera. Todo esto consoló un poco a la pobre Reina, que estaba muy afligida por haber traído al mundo tan feo monigote. También es verdad que, en cuanto empezó a hablar, el niño dijo mil cosas bonitas y tenía en todos sus gestos un no sé qué de ingenioso, que estaban todos encantados con él.
Me olvidaba decir que vino al mundo con un pequeño copete de pelos en la cabeza, por lo que lo llamaron Riquete el del Copete, pues Riquete era el apellido de la familia.
Al cabo de siete u ocho años, la Reina de un reino vecino dio a luz dos niñas. La primera que vino al mundo era más hermosa que el día: la Reina se puso tan contenta, que se temió que una alegría tan grande la perjudicara. La misma hada que había asistido al nacimiento del pequeño Riquete el del Copete estaba presente y, para moderar la alegría de la Reina, le declaró que la Princesita no tendría nada de inteligencia y que sería tan estúpida como hermosa. Aquello disgustó mucho a la Reina; pero unos instantes después sintió una pena mucho mayor, pues resultó que la segunda hija que dio a luz era extremadamente fea.
—No os aflijáis tanto, señora —le dijo el hada—, vuestra hija será compensada de otro modo y tendrá tanta inteligencia que apenas se darán cuenta de que carece de belleza.
—Dios lo quiera —respondió la Reina—. ¿Pero no habría manera de poder dar un poco de inteligencia a la mayor, que es tan hermosa?
—No puedo hacer nada por ella, señora, en lo que concierne a la inteligencia —dijo el hada—, pero lo puedo todo en lo tocante a la belleza; y como no hay nada que no quiera hacer para satisfaceros, voy a otorgarle el don de poder hacer hermosa a la persona que le guste.
A medida que fueron creciendo las dos princesas, sus perfecciones crecieron también con ellas, y en todas partes no se hablaba más que de la belleza de la mayor y de la inteligencia de la menor.
También es verdad que sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se volvía cada vez más fea y la mayor, cada día más estúpida. Y así, o no contestaba a lo que le preguntaban o decía una tontería. Además era tan torpe que no hubiera podido colocar cuatro porcelanas en el saliente de una chimenea sin romper alguna, ni beber un vaso de agua sin echarse la mitad en el vestido.
Aunque la belleza es una gran ventaja para una joven, sin embargo la menor casi siempre tenía superioridad sobre la mayor en sociedad. Al principio se dirigían al lado de la más hermosa para verla y admirarla, pero al poco rato se dirigían a la que tenía más inteligencia para oírla decir mil cosas agradables; y era sorprendente ver cómo, en menos de un cuarto de hora, no quedaba nadie junto a la mayor, y todo el mundo se arremolinaba alrededor de la menor. La mayor, a pesar de ser tan estúpida, lo notaba perfectamente y hubiera dado sin dudar toda su belleza por tener la mitad de la inteligencia de su hermana.
La Reina, por muy prudente que fuera, no dejó de reprocharle un día varias veces su sandez, con lo que la pobre Princesa creyó morir de pena.
Un día en que se había retirado a un bosque para llorar su desgracia, vio que se le acercaba un hombrecillo muy feo y muy desagradable, pero magníficamente vestido. Era el joven príncipe Riquete el del Copete, que, habiéndose enamorado de ella por los retratos que circulaban por todo el mundo, había abandonado el reino de su padre para tener el placer de verla y de hablar con ella.
Encantado de encontrarla tan sola, la abordó con todo el respeto y toda la cortesía imaginables. Habiendo observado, después de hacerle los cumplidos de rigor, que estaba muy deprimida, le dijo:
—No comprendo, señora, cómo una persona tan hermosa como vos pueda estar tan triste como aparentáis; porque, aunque puedo vanagloriarme de haber visto infinidad de personas hermosas, puedo deciros que jamás he contemplado a nadie cuya belleza se iguale a la vuestra.
—Eso lo diréis vos, señor —le respondió la Princesa, que se quedó cortada.
—La belleza —prosiguió Riquete el del Copete— es una ventaja tan grande que compensa cualquier otra cosa. Y, cuando se la posee, no veo nada que os pueda preocupar en demasía.
—Preferiría —dijo la Princesa— ser tan fea como vos y tener inteligencia, que poseer mi belleza, y ser tan tonta.
—Señora, no hay nada que demuestre tanto que se tiene inteligencia como creer no tenerla, y pertenece a la naturaleza de este don que, cuanto más tiene uno, más cree carecer de él.
—Eso no lo sé —dijo la Princesa—; lo que sí sé es que soy muy tonta, y de ahí viene la tristeza que me aflige.
—Señora, si lo que os aflige no es más que eso, puedo fácilmente poner fin a vuestro dolor.
—¿Y cómo lo haréis? —dijo la Princesa.
—Señora —dijo Riquete el del Copete—, tengo el poder de dar tanta inteligencia como se pueda tener a la persona a quien más ame, y como sois vos, señora, esa persona, no depende más que de vos el tener tanta inteligencia como se pueda tener, con tal que queráis casaros conmigo.
La Princesa se quedó cortada y no respondió nada.
—Veo —prosiguió Riquete el del Copete— que la proposición os desagrada, y no me extraña; pero os doy un año entero para decidiros.
La Princesa tenía tan poca inteligencia y al mismo tiempo tantas ganas de tenerla, que pensó que el fin de ese año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición que se le hacía. Apenas hubo prometido a Riquete el del Copete que se casaría con él al cabo de un año, tal día como aquél, cuando se sintió completamente distinta de lo que era antes; notó que tenía una facilidad increíble para decir todo lo que le apetecía y para decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde aquel momento entabló una conversación elegante y sostenida con Riquete el del Copete, donde brilló con tal fuerza, que Riquete el del Copete pensó que le había dado mucha más inteligencia de la que se había reservado para sí mismo.
Cuando regresó al palacio, en la Corte no sabían qué pensar de ese cambio tan súbito y tan extraordinario, porque lo mismo que antes la habían oído decir sandeces, ahora la oían decir cosas muy sensatas e increíblemente ingeniosas.
Toda la Corte sintió una alegría como nadie se puede imaginar; sólo la menor no se alegró de ello, porque, al no tener ya sobre su hermana mayor la ventaja de la inteligencia, parecía a su lado una mona muy patética.
El Rey se guiaba por sus opiniones y hasta iba, en ocasiones, a sus aposentos a celebrar Consejo.
Habiéndose propagado el rumor de aquel cambio, todos los jóvenes príncipes de los reinos vecinos hicieron lo posible por conseguir su amor, y casi todos la pidieron en matrimonio; pero ella no encontraba ninguno que tuviera bastante inteligencia, y los escuchaba a todos sin comprometerse con ninguno.
Sin embargo, llegó uno tan poderoso, tan rico, tan inteligente y tan bien plantado, que no pudo evitar el sentirse atraída hacia él. Su padre, que se dio cuenta de ello, le dijo que la dejaría elegir esposo y que no tenía más que expresar su deseo. Como cuanta más inteligencia se tiene más difícil resulta tomar una decisión al respecto, después de darle las gracias a su padre, le rogó que le diera tiempo para meditarlo.
Por casualidad fue a pasearse por el mismo bosque donde se había encontrado con Riquete el del Copete, para pensar más a gusto en lo que tenía que hacer. Mientras paseaba, pensando profundamente, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de varias personas que van y que vienen. Habiéndose parado a escuchar con más atención, oyó que alguien decía:
—Tráeme esa olla.
Otro:
—Dame ese caldero.
Otro:
—Echa leña al fuego.
Al mismo tiempo se abrió la tierra, y vio bajo sus pies algo así como una gran cocina llena de cocineros, pinches de cocina y todo el personal necesario para organizar un magnífico banquete. Salió de ella un grupo de veinte o treinta asadores, que fueron a acampar en una avenida del bosque alrededor de una mesa muy larga, y que, con la aguja de mechar en la mano y el rabo de zorro cayéndoles sobre la oreja, se pusieron a trabajar al compás de una armoniosa canción. La Princesa, extrañada por el espectáculo, les preguntó para quién trabajaban.
—Lo hacemos, señora —le respondió el que parecía el jefe del grupo-, para el príncipe Riquete el del Copete, cuya boda se celebrará mañana.
La Princesa, aún más sorprendida que antes, y acordándose de pronto de que hacía un año, tal día como aquél, había prometido casarse con el príncipe Riquete el del Copete, se quedó paralizada.
El hecho de que no se acordara se debía a que cuando hizo aquella promesa era tonta y, al adquirir la nueva inteligencia que el Príncipe le había concedido, había olvidado todas sus tonterías.
No había dado treinta pasos siguiendo su paseo, cuando se presentó ante ella Riquete el del Copete, elegante, magnífico y como un príncipe que va a contraer matrimonio.
—Señora —dijo él—, aquí me tenéis puntual tal como acordamos y no dudo de que vos hayáis venido aquí para cumplir vuestra palabra y hacerme, concediéndome vuestra mano, el más feliz de todos los hombres.
—Os confesaré francamente —respondió la Princesa— que todavía no he tomado una decisión y que no creo que pueda nunca tomarla en el sentido que vos deseáis.
—Me sorprendéis, señora —le dijo Riquete el del Copete.
—Lo creo —dijo la Princesa—, e indudablemente, si tuviera que enfrentarme con un hombre tosco y sin inteligencia, me vería en una situación muy embarazosa. «Una princesa no tiene más que una palabra, me diríais, y tenéis que casaros conmigo, puesto que me lo habéis prometido»; pero como la persona con quien hablo es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura de que sabrá atenerse a razones. Vos sabéis que, cuando era tonta, a pesar de todo no podía decidirme a casarme con vos; ¿cómo queréis que con la inteligencia que me habéis dado, y que me hace todavía más exigente de lo que era en materia de relaciones personales, tome hoy una resolución que no pude tomar en aquel momento? Si pensabais de verdad en casaros conmigo, habéis cometido el gran error de sacarme de mi necedad y hacer que vea más claro de lo que veía.
—Si a un hombre sin inteligencia —respondió Riquete el del Copete— se le admitiría, como acabáis de decir, que os reprochara vuestra falta de palabra, ¿por qué queréis, señora, que no haga lo mismo yo en un asunto del que depende toda la felicidad de mi vida? ¿Es razonable que las personas que tienen inteligencia estén en peores condiciones que las que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo vos, que tanta tenéis y que tanta deseasteis tener? Pero, si os parece, vayamos al grano. Exceptuando mi fealdad, ¿hay algo más en mí que os desagrade? ¿Estáis descontenta de mi nacimiento, de mi inteligencia, de mi carácter y de mis modales?
—De ningún modo —respondió la Princesa—, de vos me gusta todo lo que acabáis de decirme.
—Si es así —prosiguió Riquete el del Copete—, voy a ser feliz, ya que vos podéis convertirme en el más agradable de todos los hombres.
—¿Y cómo podría hacer eso? —le dijo la Princesa.
—Podréis hacerlo —respondió Riquete el del Copete—, si me amáis lo suficiente como para desear que así sea; y para que no dudéis más, señora, sabed que la misma hada que el día de mi nacimiento me concedió el don de poder hacer inteligente a la persona que me gustase, también os concedió a vos el don de poder hacer hermosa a la persona a quien vos quisierais conceder esa gracia.
—Si es así —dijo la Princesa—, deseo con todo mi corazón que os convirtáis en el príncipe más hermoso y más agradable del mundo. Y os concedo el don en la medida en que esté en mi mano.
En cuanto la Princesa pronunció estas palabras, Riquete el del Copete apareció a sus ojos como el hombre más hermoso, mejor plantado y más agradable que ella hubo visto jamás.
Hay quien asegura que no intervinieron para nada los encantamientos del hada, sino que sólo el amor realizó aquella metamorfosis. Dicen que la Princesa, después de haber meditado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y sobre todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, dejó de ver la deformidad de su cuerpo y la fealdad de su rostro; que la joroba sólo le pareció el porte de un hombre con aires de importancia y que, así como hasta entonces lo había visto cojear horriblemente, no le encontró más que cierto andar inclinado que le encantaba; también dicen que sus ojos, que eran bizcos, le parecieron por ello más brillantes, que su defecto pasó en su mente por la marca de un violento exceso de amor, y finalmente que su gruesa nariz roja tuvo para ella algo de heroico y marcial.
Sea como fuere, la Princesa le prometió al instante casarse con él siempre que tuviera el consentimiento del Rey, su padre. El Rey, que se había enterado de que su hija estimaba mucho a Riquete el del Copete, a quien conocía además por ser un príncipe muy inteligente y muy prudente, lo aceptó con sumo placer como yerno. Al día siguiente se celebró la boda, tal como lo había previsto Riquete el del Copete y según las órdenes que había dado hacía mucho tiempo.
FIN
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Javier García © RinconCastellano 1997-2017 | Madrid | España
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